Haití aparece, se desvanece y resiste

El mar a cada lado del horizonte, el verde de las montañas, los cientos de frutas del mercado de la cima y las carpas de ayuda humanitaria convertidas en tiendas de víveres recuerdan que hay esperanza de para estar mejor en esta tierra, que la grandeza de Haití está en la diversidad de sus suelos y de su gente analítica y calculadora, resistente a las órdenes, pero deseosa de ser mejores a través de su trabajo constante.

Haití, una palabra taína que quiere decir tierra de montañas. Una palabra que resume bien qué es este país que emerge como unos Andes altivos, caprichosos e interminables en medio del Caribe. Unas montañas que pese a su deforestación en el norte y el centro se resisten a sucumbir a los vientos del mar y a las fallas geológicas que lo atraviesan. Un nombre en taíno, la lengua de los indígenas habitantes del costado occidental de la isla La Española, acorralados por los Caribes en tiempos precolombinos y extinguidos después de las colonizaciones española y francesa. Un nombre en una lengua indígena desaparecida que designa a los descendientes de pueblos africanos desarraigados cuyos colores, sonidos y formas aparecen en cada intersticio de esta tierra que, invisible al mundo, aparece, se desvanece y se resiste a desaparecer.

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Laderas de Pétionville, suburbio de Puerto Príncipe

Puerto Príncipe aparece como un cinturón de miseria montañoso que rodea el mar y la llanura del golfo. La idea de estar en una ciudad se desvanece cuando uno se adentra en sus calles destapadas, sinuosas y pedregosas que sirven de atajo para evitar los nudos eternos e inextricables que las camionetas, motos, buses y volquetas forman en las pocas avenidas pavimentadas del Puerto. Haití vuelve a aparecer al subir las lomas de Pétionville, el enclave rico (o semi rico) que alberga el Marriot y otras franquicias hoteleras internacionales. Al fondo, la majestuosidad de la cordillera emerge tapizada casi hasta la cima por favelas interminables de cemento gris o pintadas de azul claro, amarillo y naranja. Da envidia imaginar las vistas del Caribe que esta arquitectura de la pobreza debe ofrecer para entender la grandeza de un mar que ha sido al mismo tiempo la esperanza y las miserias de este país resistente.

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Transporte intermunicipal haitiano

Haití aparece, se desvanece y se resiste con fuerza a desaparecer. Aparece en sus buses de colores con letreros inmensos que anuncian en francés o en creole todo menos el lugar a donde van: “Gracias a Dios”, “Jesús viene pronto”, “El regalo de Dios”, “Dios es paciencia”, “Dios y la familia”, “Dios decide”, Dios aquí, Dios allá. Un bus haitiano es sin duda el mejor lugar para buscar a Dios o para responder a una pregunta que todos parecen hacerse en esta tierra: ¿Dónde está Dios? ¿Esto lo creó Dios? Y la respuesta aparece por todas partes en este pueblo de fe: en los miles de garajes y salones que albergan los cientos de iglesias cristianas y en los cientos de murales alusivos a Cristo esparcidos por todo el país.

Haití se desvanece en medio del humo negro que expelen miles de tap-tap, camionetas oxidadas a las que sus dueños les han puesto en sus remolques varillas de hierro forjado, bancas y capotas con cientos de colores y luces de stop pintadas para transportar gente y sacar a todos del apuro. El país resiste en las mujeres que salen del culto en Carrefour-Feuilles y se montan en los tap-tap con una maestría que oculta el miedo a que el óxido de la camioneta les manche su vestido impecable. Haití vuelve a desaparecer en los millones de bolsas y botellas de plástico viejo y nuevo que tapizan sus calles, sus callejuelas y los múltiples caños que atraviesan sus principales ciudades. Desaparece Haití en los arrumes de icopor mezclado con cáscaras de mango, coco y plátano que rodean sus únicas avenidas, en las montañas áridas de la Artibonite y el Norte, en el río Mapou que en Cabo Haitiano transporta más plásticos que agua, y en su caribe turquesa cuyas playas tienen más montañas de basura que de arena.

 

 

Haití reaparece en el rebusque de los mercadillos en los que se vende de todo y que están en casi todas las esquinas o espacios vacíos de Puerto Príncipe o de Cabo Haitiano. El país negro de nombre taíno aparece en las ventas de zapatos y ropa usada, de mangos, bananos, mamoncillos, papaya, piñas, ignames (ñame), carbón, y de toda la riqueza que aún le queda a esta tierra. Reaparece Haití en mujeres que recorren las calles de Cabo Haitiano cargadas con costales llenos de baratijas plásticas, cepillos de dientes o manufacturas chinas que, como las de los hombres con catres en las calles, siguen a la espera de algún comprador ávido de hacer circular la pobreza. También se desvanece Haití en los miles de vendedores callejeros que compiten por al menos un comprador de las camionetas privadas en donde la radio anuncia un salario mínimo que acaba de subir a 350 gourdes (6 dólares estadounidenses) por día y al que ninguno de los vendedores podrá aspirar desde su trabajo actual.

Haití se resiste a desaparecer en los jardines infantiles de madera pintada de azul donde sus mujeres enseñan a los hijos de otras cómo ser mejores personas mientras sus mamás trabajan en la calle, en el campo o, paradójicamente, en la búsqueda de trabajo. Haití resiste a través de las asociaciones de pueblos con nombres simples como “Limonade” (Limonada), donde mujeres y hombres transforman el cacao en cremas para tomar, chocolatinas o aceites para “hacer crecer el pene”. Resiste Haití a través de las ganancias de esta asociación y de su restaurante, con las que sus lideresas financian programas para escuchar y acompañar a las mujeres violentadas en las comunas del pueblo, para exigirle a las monjas que no discriminen a otros niños al cambiar el uniforme del colegio que dirigen, para reclamarle a la alcaldía mejor iluminación o programas de salud, o para formar nuevos líderes que trabajen por mejores condiciones para todos, comenzando por las mujeres.

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Lideresas y microempresarias de la Asociación de mujeres valientes de Limonada (Departamento del Norte). !Gracias mujeres!

 

Este pueblo no solo se resiste a desaparecer, sino que además está orgulloso de sus aguacates, de su plátano cocinado con un redondeado perfecto, de sus bananos (los más dulces del mundo según ellos), de sus mangos de cáscara verde y carne naranja llena de azúcar. Haití aparece orgulloso en el arroz con fríjoles rojos y negros que está por todas partes, en la banane applatie (patacón de plátano verde) – el mejor del mundo, dicen ellos a riesgo de generar una guerra nuclear en el Caribe –, en el mirliton (papa de pobre, guatila o cidra en colombiano) salteado con repollo y ají que acompaña al pescado más grande, carnoso y delicioso del mundo. Haití vive, revive y hace revivir con el color y sabor de su comida.

 

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Comida típica haitiana

Haití vive y resiste a través de su creole. “Il faut parler creole ici” (Tiene que hablar creole) me dice el chofer del organismo para el que llegué a trabajar solo una hora después de haber aterrizado en Puerto Príncipe. Y yo no veo manera de hablar esta lengua engañosa que parece francés al comienzo pero que se mezcla luego con sonidos fuertes, cerrados y consonánticos que suenan a vudú, a risas, a pleito, a esperanza y a amistad, y que guardan secretos encriptados para el extranjero. También resiste Haití como uno de los pocos lugares del Caribe donde no se escucha el reguetón sino el copá, un calipso suave, melodioso y repetitivo como las olas del mar, que crea una pausa de paz en medio de radios inundadas de discursos políticos con solemnidad de prédica africana o cristiana.

El país reaparece en las montañas verdes de los departamentos del Sur, de la Grande Anse y del Sud-Est. Mi colega haitiana de trabajo se alegra al ver que las palmeras recuperaron sus hojas y que hay plátanos y comida después de nueve meses del paso de Matthew, en una tierra donde los años se cuentan por los nombres de los huracanes, de las tragedias, y de los nuevos comienzos que ellas exigen. Haití renace en Les Cayes y en Jérémie, las ciudades en reconstrucción que el último huracán trató de acabar en octubre de 2016. En Les Cayes (Los Cayos), Marie-Joe, la directora de la Asociación de mujeres en condición de discapacidad del Sur, demuestra que Haití está vivo y se resiste a desaparecer. Esta activista que perdió ambas piernas y dos dedos de la mano izquierda en el tren de Carrefour-Feuilles cuando tenía siete años explica los programas que lidera para otras mujeres y niños como ella. Explica en creole cómo salió de los escombros después del huracán y cómo ha creado redes de asociaciones para que niños y mujeres con discapacidades sean consideradas personas como los demás: con trabajo, con familia, con sexo, con amor, con derechos, con vida. A su lado, los collares de piedra turquesa de la abogada de la Unión de Juristas del Sur recuerdan que el compromiso con mejores derechos no es ajeno a la elegancia, y que hay mucho trabajo por hacer para que haitianos y haitianos se respeten entre sí, y sean visto como iguales en esta tierra de desafíos. El país vuelve a desaparecer en hogares para niños y niñas violentadas que viven en casa de alguna activista que probablemente tiene buena fe, pero sabe poco sobre cómo tratar a los menores y mucho menos sobre los riesgos de albergar niños de otras familias en un hogar ajeno, todo sin ninguna ayuda del Estado.

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Lago en el macizo del sur

Haití reaparece a través de los lagos que ocupan las cuencas de las cimas en sus macizos del sur. Su orgullo se siente en los cientos de canales encementados que bajan en zigzag por las montañas de Camp Perin para irrigar sus campos de berenjenas, espinacas, lechuga, maíz y caña. Haití resiste, revive y renace en la risa de niños y campesinos que se bañan el sábado en la tarde en la corriente que ellos mismos crean al cerrar las compuertas que distribuyen el agua de los canales en el Sur. Su frescura contrasta con la sequía estival de los ríos Roseaux, Guinaudée y Ravine du Sud que serpentean la Grande Anse y el Sur, y cuyos cauces secos esperan ansiosos la estación lluviosa que comienza en septiembre. No solo los vivos, también los muertos se resisten a desaparecer gracias a los mausoleos que se erigen a la entrada de cada parcela del Sur haitiano. Pintadas de azul oscuro, de blanco, de verde o llenas de moho, sus tumbas recuerdan a quienes pasan por las casas de esta zona cuán cerca puede estar siempre la muerte y cuánto respeto hay que guardar por los antepasados.

 

 

Haití reaparece en la generosidad sonriente de campesinas que comparten con quienes las visitan los cocos más grandes del mundo, llenos de agua refrescante en medio de la floresta renaciente del valle de Jacmel. Estas activistas del Sud-Est enseñan a periodistas y hombres “consagrados” cómo ser mejores padres y cómo progresar juntos como familia, y reclaman de las agencias internacionales – que parecen ser el Estado – programas capaces de enseñarles cómo investigar y como influir en políticas para que haya más igualdad en el país. El nombre de la carretera de Jacmel a Léogane: “L’Amitié”, recuerda la amistad transitoria pero profunda con estas mujeres, nacida de la sencillez, del intercambio honesto y transparente. Al preguntarle por qué la llaman la carretera de La Amistad, mi compañera Dominique improvisa con risas mientras afirma que el nombre hace homenaje al nuevo vínculo que ha nacido entre Colombia y Haití desde mi llegada. Todos ríen. Mientras tanto, las curvas de la carretera ascienden hasta una cima desde donde Haití domina victorioso el golfo de la Gonâve al norte y el Caribe al sur. El mar a cada lado del horizonte, el verde de las montañas, los cientos de frutas del mercado de la cima y las carpas de ayuda humanitaria convertidas en tiendas de víveres recuerdan que hay esperanza de para estar mejor en esta tierra, que la grandeza de Haití está en la diversidad de sus suelos y de su gente analítica y calculadora, resistente a las órdenes, pero deseosa de ser mejores a través de su trabajo constante.

Haití aparece y se desvanece en el amor y el odio que sienten por el país los profesionales que decidieron quedarse en él para no empezar de cero en Norte América o en Europa, para ayudar a que las cosas sean diferentes, aun cuando al mismo tiempo estén hartos de un país donde es difícil ver el cambio. Estos guerreros incansables del desarrollo invisible fueron ayer ministras, senadores, alcaldes, candidatos o candidatas a senadores y hoy son líderes de grupos sociales, directores de escuela o empleados de la cooperación internacional.

Haití aparece con fuerza en el deseo de hacer algo por esta tierra y con su gente. Tal vez ese mismo sentimiento esté en los cientos de mesías de este país de ONGs, de cuarteles de la ONU que parecen prisiones, de los cascos azules con tan poco glamour internacional como legitimidad, y de misiones católicas y cristianas, algunas de ellas con aerolínea propia. Ese deseo permanece como parte de una culpa compartida al ver una miseria en la que todos los pueblos hemos participado a lo largo de la historia: los españoles al relegar el costado oeste de La Española para privilegiar un Santo Domingo mejor comunicado con sus colonias. Los franceses al esclavizar a los africanos por más de dos siglos y al obligar a los habitantes de la nueva república a pagar por 203 años una indemnización por haber humillado al ejército napoleónico en 1804. La deuda por ser el primer país que abolió la esclavitud en el mundo fue tan grande que ni siquiera alcanzó con la devastación de los bosques del Plateau Central, de la Artibonite y del Norte para saldarla y Nicolás Sarcozy tuvo que perdonarla en 2017. Los habitantes de la nueva república también contribuyeron a esta miseria al expulsar extranjeros, eliminar su derecho a cualquier propiedad en el nuevo país y reducir sus propias posibilidades de intercambio con el resto del mundo. Líderes locales como el rey haitiano Christophe también hicieron lo suyo al dividir Haití para hacer del Norte su nuevo imperio a la mejor imagen de los reyes europeos.  A la miseria haitiana también hemos contribuido los latinos, vecinos numerosos que no sabemos ni queremos saber nada de este pueblo negro, ajeno a nuestras aspiraciones arribistas y amenazado cada año por un nuevo ciclón. De la misma manera han contribuido los gringos que vieron en el primer país abolicionista del mundo una amenaza a la esclavitud que ellos mantuvieron hasta el siglo XIX. Más adelante, se adueñaron de sus aduanas y del Banco Nacional por los diecinueve años que duró la invasión de 1915 y financiaron dictadores y presidentes que han cumplido a pie juntillas sus instrucciones y las del Fondo Monetario Internacional.

Desangran a Haití los empleados de ONGs internacionales y de organismos multilaterales que gastan más en funcionamiento y en mantener el confort que tenían en sus países de origen que en beneficios directos para los locales. La miseria haitiana emerge y resiste construida entre todos: haitianos y extranjeros con acción, omisión, indiferencia, irresponsabilidad y desdén. Tal vez por eso Haití se resiste a desaparecer, para recordarnos lo que hemos hecho como humanidad y todo lo que nos queda por trabajar para ser dignos habitantes del tiempo y de la especie privilegiada a la que pertenecemos.

 

 

Haití desaparece y reaparece en la frontera con una República Dominicana de la que se habla casi siempre con resentimiento, con aire de superioridad y pocas veces con amor. El país sigue vivo en los que se van, pero reaparece con los hombres expulsados que vuelven a su tierra por las montañas mientras las mujeres regresan por carretera con sus hijos y con lo poco que pudieron sacar de sus casas después de las redadas de la policía dominicana. La tierra taína de las montañas se desvanece en los prejuicios hacia quienes acaban de regresar del país hispano a sus parcelas, solas, sin dinero, con hijos de los que nadie sabía nada, que hablan español, y que siguen esperando sus padres desaparecidos en las redadas. Haití se resiste a ignorarles y a olvidarles a través de Colette, la líder que como algunas otras, trabaja por mejores condiciones para los repatriados y sus familias.

Esta tierra también reaparece orgullosa en los pasaportes norteamericanos que después de estrictos controles dobles hacen fila para los vuelos diarios directos a Miami, Toronto, Montreal o Nueva York. Sus dueños lucen zapatos de colores renovados, manillas de oro, bolsas de la tienda libre de impuestos o empaques de ron haitiano. Sus atuendos deportivos y casuales contrastan con los vestidos señoriales y sobrios de los que apenas emigran o viajan por primera vez al norte con la esperanza de volver algún día con un pasaporte gringo o canadiense.

 

 

Haití desaparece en la ventana del avión en el puerto de un príncipe que no vi jamás, que estaba tal vez en cada esquina, y del que nadie da razón. Pero solo desaparece por un rato, porque Haití vuelve a la mente como los buenos amores de la juventud, llenos de pasión, de vida, de sabor, de la urgencia de tener mucho por hacer y poco tiempo para perder. Esos amores indomables que te enseñan tanto sin siquiera intentarlo, esos que ya no te dan nada más porque te han dado todo cuando venías por nada, esos que te hacen responsable de un destino que no creías tuyo.

Álvaro Diego Herrera

Puerto Príncipe y Montreal, agosto de 2017

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6 thoughts on “Haití aparece, se desvanece y resiste

  1. Me gusta mucho la narración de los lugares. Es un recorrido rápido y detallado de Haití y su cultura. Por otro lado, es una experiencia única que se siente difícil de asimilar. Es un privilegio haber estado tan cerca para entender la mística y los códigos culturales de ese País.

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  2. Impresionante descripción de un lugar en el mundo golpeado por la historia y los desastres naturales. Personas maravillosas que continúan adelante. Colores, olores y sabores dispuestos a ser descubiertos por visitantes sensibles a lo verdadero. Y sobre todo haitianos orgullosos de serlo, fuertes y creativos que sobreviven y reaparecen. Que lindo relato de viaje. Espero el siguiente!

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  3. Me gusta la pasión con la que narras cada detalle, haces que me transporte en cada instante, gracias por tener esa poesia mágica en tus historias, un abrazo!!!

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  4. Me senti identificada con este bello, pequeño y atribulado pais que he llamado en mis cronicas trilingues “Ayiti Ti Pays Gran País” pues vivi desde 1978 hasta1985 en mi adolescencia. Te invito a leer mis cronicas en el capitulo del mismo nombre y gracias por tu lucida y sentida semblanza de Haiti, muy conmovedora, por cierto. Que tengas excelente continuacion, buen viento y buena mar en tu pais, que tambien tuve la suerte de conocer, Ximena

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